Vivimos tiempos de
paradojas: nunca ha habido tanta riqueza y dinero circulando, pero “hay
queapretarse el cinturón” para salir de la crisis: hay más de seis millones de personas sin empleo.
El paro es percibido como el mayor problema del país y pareciera que,
por ahora, la respuesta de los sindicatos de concertación pasa sobre
todo por la renovación del pacto social. Y la de los alternativos por la
movilización y llamados a la huelga general... ¿No queda otra, “con la
que está cayendo”, que pedir empleo a los empresarios? Abrimos el
debate.
El trabajo asalariado
El
trabajo no es un problema, y es, además, necesario, porque la
transformación de la naturaleza por la actividad humana es
imprescindible para la supervivencia de la especie y de los individuos. A
este respecto, lo único que ha cambiado es que la enorme productividad
desatada por el capitalismo ha llegado a entrar en contradicción con los
límites ecológicos y ha configurado un gigantesco mercado de bienes de
consumo innecesarios. Quizá ya no hace falta tanto trabajo para r
eproducir la vida humana. Quizá hay un exceso de actividades
antisociales alimentadas por el proceso de acumulación sin fin en que el
capitalismo consiste. Pero esa no es la cuestión principal.
El
problema esencial –el que genera el mismo proceso de acumulación– de
nuestro tiempo no es el trabajo, sino el trabajo asalariado. La relación
asimétrica que impone que una persona, sin acceso a los medios de
producción, deba vender su fuerza de trabajo a otra, propietaria de los
mismos, a cambio de una retribución que ha de permitir –trabajo
doméstico no pagado mediante– reproducir esa misma fuerza, para que la
rueda pueda seguir girando al día siguiente. La
diferencia entre el valor de lo que permite reproducir la fuerza de
trabajo y el valor de lo producido se llama plusvalía. Y es un producto
específicamente humano que se apropia en exclusividad una de las partes
de la relación.
Asalariado
Sustentada
esa dinámica esencial –el trabajo asalariado–, el problema se configura
como una cuestión relativa a una relación de fuerzas en un momento
concreto. Es el escenario de un conflicto: la lucha de clases. Las
victorias parciales de una u otra parte le permiten aumentar o disminuir
el grado de explotación, modificar los mecanismos por los que se
expresa la misma confrontación, desestructurar al adversario. Eso es lo
que ha pasado con el mundo laboral en las últimas décadas: la emergencia
de un profundo proceso de desestructuración, segmentación y
debilitamiento de la clase trabajadora por parte de un empresariado cada
vez más triunfante y organizado.
Subcontratas, ETT,
contratos temporales, deslocalizaciones, facilitación del despido,
flexibilidad absoluta en torno a las condiciones esenciales de trabajo…
constituyen mecanismos, conscientemente desarrollados, para enfrentar a
los trabajadores entre sí.
La llamada
descentralización productiva –lo que otros llaman el postfordismo– no es
más que una brutal mutación que transforma un mundo laboral de obreros,
con contrato para toda la vida, con un cierto contrapoder sindical y
con el salario suficiente para poder hacer frente a los gastos de una
familia patriarcal –modelo fordista–, en un magma ultraflexible de
posiciones diferenciadas, nadando desde los restos de lo anterior, cada
vez más acosados –el llamado core business–, hasta las mil y una formas
de la precariedad postmoderna: temporales, subcontratados, en misión,
falsos autónomos, con jornada parcial, en formación, etc.
Estructura esencial
Lo
que ha explosionado es la idea misma del derecho del trabajo como
elemento de racionalización de la relación salarial, como normativa que
legitimaba y, al tiempo, limitaba, la explotación inherente a la forma
capitalista de trabajar. Ahora estamos ante una mixtura ultraflexible
entre la dictadura del Capital en el centro de trabajo y mecanismos de
domesticación de la fuerza laboral, como el desempleo de masas y la
conformación de “zonas grises” entre el derecho social y otros
ordenamientos legales –falsos autónomos, prácticas formativas, trabajo
migrante, etc.– ¿Deberíamos trabajar tanto? Probablemente no.
¿Deberíamos garantizar un ingreso básico a quienes no pueden acceder a
un empleo? Sin duda, sí. Pero no olvidemos que ni la renta básica ni el
reparto del empleo serán posibles sin operar seriamente sobre la
relación salarial. Sin intentar, organizadamente, influir sobre ella y,
si se puede, abolirla. Cómo hacerlo es una pregunta compleja que daría
para otro artículo. Lo que está claro es que el de la relación salarial
es un espacio decisivo para discutir la estructura esencial de la
sociedad.
José L. Carretero Miramar. Profesor de Derecho del Trabajo e integrante del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA)