Italia concede la nacionalidad a los fallecidos en Lampedusa mientras denuncia a los supervivientes por inmigración ilegal, penada con 5.000 euros y la expulsión
El Ayuntamiento de Roma, en un gesto que seguramente le honra,
organizó una vela nocturna por los difuntos y anunció que dará cobijo a
los 155 supervivientes del naufragio. El resto, los más de mil que
llegaron un día antes, tendrán que seguir hacinados en los inmundos
barracones del centro de acogida de Lampedusa, situado —muy
convenientemente— en el extremo de la isla opuesto a donde los turistas
disfrutan del último sol del verano. La diferencia entre unos y otros es
solo de número. Unos forman parte de una noticia de impacto mundial y
los otros son solo protagonistas de su propia tragedia. La delgada línea
entre Roma y el olvido.
El vicepresidente del Gobierno y ministro de Interior, Angelino Alfano,
hasta hace solo unos días delfín de Silvio Berlusconi y ahora su
supuesto verdugo político, pidió —también el viernes— el premio Nobel de
la Paz para Lampedusa, pero sus habitantes, que conocen a Alfano y a su
afligido jefe porque sus Gobiernos aprobaron la ley que criminaliza el
auxilio a los náufragos, tienen una idea más práctica. La expresaron por
las calles de la isla durante una manifestación de dolor y rabia
precedida por una cruz construida con los restos de un naufragio: “Los
próximos muertos —porque habrá más muertos y lo sabéis todos— os los
llevaremos a las puertas del Parlamento. Nosotros a los inmigrantes
queremos acogerlos vivos, no muertos”, corearon.
Cuando sucedía todo lo anterior, viernes por la tarde, ya habían
transcurrido 36 horas desde que un barco con más de 500 fugitivos de
Eritrea y Somalia, muchos de ellos menores de edad, se incendiara y se
hundiera a solo media milla de la isla de Lampedusa, famosa en toda
Europa —y tal vez en todo el mundo después de la visita del papa
Francisco el pasado julio— por ser el destino de miles de inmigrantes. Y
aun siendo así, los políticos italianos —desde el presidente de la
República para abajo— seguían haciendo declaraciones como si se
encontraran ante una sorprendente catástrofe natural. Un ciclón o un
terremoto tremendo que, de improviso, hubiese puesto al descubierto la
deficiente construcción de los edificios o el mal entrenamiento del plan
de emergencias. Pero no. Cada día, desde que la primavera trae el buen
tiempo hasta que el otoño se lo lleva, la isla de Lampedusa, varada en
el Mediterráneo a 205 kilómetros de las costas de Sicilia y a 113 de
África, es puerto de refugio o muerte de centenares de miles de
inmigrantes. Las cifras —siempre aproximadas— indican que, en las
últimas dos décadas, más de 8.000 personas han muerto frente a
Lampedusa. La alcaldesa, Giusi Nicolini, llegó a escribir una carta
desesperada a la Unión Europea —”¿Cuán grande tiene que ser el
cementerio de mi isla?”— y el papa Jorge Mario Bergoglio atrajo la atención sobre la isla al advertir de que “la globalización de la indiferencia” se hace allí carne y sufrimiento.
Por eso, suena del todo incomprensible que las autoridades italianas
—la Guardia Costera, la Guardia de Finanzas, la Capitanía del puerto de
Lampedusa— tardaran más de dos horas en enterarse de que un barco que
albergaba a más de 500 personas estaba ardiendo y hundiéndose a solo
media milla de la isla. Y que solo reaccionaran tras ser alertados por
algunos pesqueros —otros tres, según los náufragos, pasaron de largo— y
que, todavía entonces, pasara mucho tiempo hasta que se decidieron a
ayudar.
La denuncia de Vito Fiorino, dueño de una de las embarcaciones que
primero se acercó a la zona de la catástrofe, es tremenda: “Eran las
06.30 o las 06.40 cuando di la orden de llamar a la guardia costera,
pero no llegaron hasta las 07.40. Nosotros ya habíamos subido a bordo a
47 náufragos, pero ellos lo hacían muy lentamente, podían haber ido más
deprisa. Cuando volvíamos a puerto cargados de náufragos hemos visto la
patrullera de la Guardia de Finanza que salía como si fuese de paseo. Si
hubieran querido salvar a la gente, habrían salido con barcas pequeñas y
rápidas. La gente se moría en el agua mientras ellos se hacían
fotografías y vídeos. Cuando mi barco estaba lleno de inmigrantes y les
pedimos a los agentes que los subieran a la patrullera, nos decían que
no era posible, que tenían que respetar el protocolo. También me querían
impedir ir al puerto con los náufragos. Si ahora quieren detenerme por
haber salvado a náufragos, que lo hagan, no veo la hora…”, dijo a la
prensa en el puerto de Lampedusa.
El problema es que sí, que podrían detenerlo. La legislación italiana
contempla desde 2002 —gracias a la presión xenófoba de la Liga Norte en
los Gobiernos de Silvio Berlusconi— el delito de complicidad con la
inmigración ilegal para quien introduzca en el país a inmigrantes sin
permiso de entrada, incluyendo a quienes ayuden a los barcos en los que
viajan. De ahí que sea difícilmente compatible la sorpresa y aun la
consternación político-institucional por la tragedia con el
mantenimiento —durante el año de Gobierno de Mario Monti y los cinco
meses de Enrico Letta— de una ley que, como finalmente admitió ayer el
ministro de Administraciones Públicas, “alimenta un circuito de
xenofobia y racismo que no hace honor a Italia”.
Un país al que fue muy caro llegar. Algunos de los supervivientes han
contado que, tras atravesar el desierto y sobrevivir en Libia, tuvieron
que pagar 500 dólares por un viaje en barco que incluía una botella de
cinco litros de agua para compartir entre tres. Viajaron durante tres
días, desde el puerto libio de Misrata. El patrón del barco, un
traficante que ya había sido detenido años atrás y que se hacía llamar
“doctor”, los amontonaba en función del precio que habían pagado. Los
más pobres, en las bodegas, donde todavía siguen, suspendidas las tareas
de rescate por el mal tiempo. El fuego, coinciden todos, se originó al
encender unas mantas para hacerse ver desde tierra. Pero, como ahora se
pregunta Italia avergonzada, o nos lo vieron o no los quisieron ver.
De Lampedusa zarpa una procesión de ataúdes sellados, algunos
blancos, sin nombre, numerados del uno al 111: “Muerto número 54, mujer,
probablemente 20 años. Muerto número 11, hombre, probablemente tres
años...”.